Hay objetos en una casa que simplemente están ahí, cumpliendo su función en silencio, hasta que un día deciden que se jubilan. Mi viejo calentador de gas era uno de ellos. Llevaba más años en la cocina que yo en mi actual trabajo, un superviviente de otra época, con su llama piloto siempre encendida como una pequeña vela votiva. Pero el pasado lunes, esa llama dijo basta. Después de varios intentos fallidos de reanimación y una ducha helada que me activó más que tres cafés, acepté la cruda realidad: estaba averiado.
La primera tentación, la más fácil, fue meterme en internet y comprar uno nuevo. Uno digital, eficiente, moderno. Pero algo me frenaba. En esta era del «usar y tirar», sentía un extraño apego por ese trasto ruidoso pero fiel. Era una cuestión casi sentimental, y también económica. ¿Y si solo era una pequeña pieza? ¿Realmente merecía la pena generar ese residuo y gastar cientos de euros sin pedir una segunda opinión?
Decidí que no. Así que, con más esfuerzo del que me gustaría admitir, desmonté el calentador de la pared y lo cargué en el maletero del coche. Mi destino: una tienda de reparación calentadores Vilagarcía de Arousa, de esas de toda la vida, que un compañero de trabajo me había recomendado. «Pregunta por Manolo», me dijo, «sabe latín de esos aparatos».
El trayecto de Vigo a Vilagarcía se me hizo corto, inmerso en mis pensamientos sobre la posible factura. Llegué a una nave en una de las zonas comerciales de las afueras. El lugar olía a una mezcla de metal y gas, un aroma a taller auténtico. Allí, entre lavadoras a medio desmontar y frigoríficos esperando un nuevo compresor, estaba Manolo.
Le expliqué los síntomas de mi «paciente»: la llama piloto se negaba a vivir y hacía un ruido extraño al intentar encenderlo. Dejó lo que estaba haciendo, posó el calentador en su banco de trabajo y, con la destreza de un cirujano, empezó a abrirlo. Yo observaba en silencio, casi con la misma tensión que en una operación a corazón abierto.
Tras unos minutos de análisis, llegó el veredicto. «Es el termopar», dijo, mostrándome una pequeña pieza metálica. «Se ha desgastado por el uso, no es nada grave. Y ya que estamos, le hacemos una buena limpieza de chiclés». El alivio me invadió el cuerpo. La reparación iba a costarme una pequeña fracción de lo que valía un calentador nuevo.
Salí de allí con mi viejo amigo reparado en el maletero y una sonrisa. No solo había ahorrado dinero, sino que sentía la extraña satisfacción de haberle dado una segunda oportunidad, de haber apostado por la reparación frente al reemplazo fácil. Esa tarde, la ducha caliente me sentó a gloria, un pequeño lujo recuperado gracias a un viaje a Vilagarcía y a la sabiduría de un técnico de la vieja escuela.